viernes, 16 de octubre de 2009

Y en polvo nos convertiremos


Aunque hay gente con mi edad que tiene la suerte de contar todavía con la presencia de sus abuelos, los míos, fallecieron hace años. Es triste, porque no recuerdo las fechas exactas de mis abuelos maternos. Mi abuela fue la primera de los cuatro en dejarnos, y el recuerdo que guardo es el de mi madre llegando a casa y entrando en nuestra habitación, entonces mi hermana y yo compartíamos dormitorio, y dormíamos en una litera. Entonces, entre lágrimas nos dijo que la abuela había muerto, pero que estaba guapísima, que le había soltado el cabello y se lo había estado cepillando. Mi abuela, madrileña de nacimiento, pero soriana de adopción, era la clásica mujer enfundada en su ropa negra, delantal gris a cuadros y permanente moño. Yo era pequeña, tendría unos 7 u 8 años y no recuerdo más, bueno sí, lo mal que me sentía al pensar que siempre le pisaba los pies cuando pasaba junto al sillón en el que estaba sentada, porque mi madre me reñía una y otra vez, me increpaba que tuviera cuidado, que a la abuela le dolía mucho y que aunque ella no se quejaba, ni me decía nada, siempre le pisaba... Su marido, y padre de mi madre, murió a los 92 años. Hasta la fecha presumió de leer sin gafas y andaba ayudado por un bastón, que más lo usaba por gusto que por necesidad. Su boina le delataba como hombre de pueblo que siempre había sido, sin oportunidad para el estudio, en su época no le quedaba otra que trabajar en el campo, la filosofía de mi abuelo y la aplicación de esta a la vida, de haber sido conocida, habría sido la envidia y ejemplo para muchos. Mi abuelo era grande, y no lo digo por su aspecto físico. Era un gran hombre, íntegro y con una sensibilidad y cariño fuera de lo común. Un hombre que supo lidiar con una guerra en un territorio nada fácil para la supervivencia de quien aboga por el vive y deja vivir.

Lo de mis abuelos paternos es otra historia, vamos, que precisamente recuerdo las fechas de sus respectivas muertes porque ambas se dieron en curiosas circunstancias, coincidiendo con determinados días festivos y además en los que en mi particular vivencia sucedían acontecimientos señalados.
Empezaré narrando la de mi abuelo, o avi, como nosotros le llamábamos. No es que fuera un pirata de internet y se estuviera bajando constantemente películas en ese formato, es que avi significa abuelo en catalán. Debido al trabajo de mis padres el concepto veranear no se encontraba entre mi vocabulario práctico. Eso de que los demás explícasen a la vuelta de vecaciones dónde habían veraneado era algo que yo no había experimentado. Mis veranos se reducían a quedarme en casa, o como mucho a trasladarme con mis padres a la casa en la estuvieran trabajando. Es lo que tiene ser hija de unos asalariados de gente rica. El caso es que un año a mi padre le dieron unos días de vacaciones en el mes de septiembre para pasarlos junto a su familia, no sólo eso, si no que le invitaron a llevarnos a todos a Andorra, alojándonos en un apartamento propiedad de la familia para la que trabajaba. ¡Aquello era una fiesta! Le prestaron incluso el coche para que viajásemos los cinco con toda clase de comodidades. Y allí que fuimos. El primer día, nada más llegar, como locos a pasear por la ciudad y a realizar las pertinentes compras: el clásico queso de bola, los paquetes industriales de azúcar, las galletas holandesas de mantequilla, esas de la caja circular de color azul, que ahora se pueden encontrar en cualquier supermercado pero que para entonces, eran de compra exclusiva al otro lado de los Pirineos, y bueno, otras compritas de bajo coste. Yo ansiaba que me comprasen una maquinita de esas de videojuegos que estaban tan de moda y sólo los cuatro pijos tenían, que ni entendía de nombres, marcas o modelos, pero tenía la esperanza de que mi padre o mi madre aprovechando que en Andorra era todo tan barato, se estirasen y quisieran hacerme un regalo.

Pero se limitaron a comprarnos unos paragüas, uno para cada miembro de la familia (esto parece un guión de un episodio de Cuéntame, pero es que así era...) No creaís que eran unos paragüas cualquiera, ¡noooo! ¡eran plegables! Lo nunca visto por nuestra tierra. De los que caben en el bolso y puedes llevar siempre y a todas partes. ¡Y qué mierdas me importaba a mí el puto paragüas! Luego llegamos al apartamento, habíamos escogido en qué cama dormir cada uno, cuando a mis hermanos les da por empezar a abrir los paragüas y mi madre venga a repetir aquello de que trae mala suerte abrir un paragüas en un lugar interior y más si fuera no llueve... chorradas, supersticiones absurdas... lo que querais, pero la cuestión es que esa misma tarde, llamaron a mi padre para comunicarle que mi abuelo había muerto. Volvimos a Barcelona a toda hostia, bajando las curvas que no sabemos ni cómo no nos matamos en una de ellas, con mi padre al volante con los ojos vidriosos y mi madre repitiendo que ya era mala suerte, para una vez que teníamos vacaciones... Eso era un 11 de Septiembre.

Lo de mi abuela paterna, o Iaia que le decíamos, fue diferente. Trás la muerte de mi avi, la mujer, con varias embolias sufridas y una hemiplejia leve, consecuencia de uno de estos episodios, se vino a vivir con nosotros. En mi habitación ya no fuimos dos, si no que entre los 11 años y los 15 más o menos, fuimos tres: mi hermana, la iaia y yo. La iaia no falleció hasta que yo tuve 17, pero esos dos últimos años mi hermana ya no vivía en casa y yo decidí apodedarme del sofá del comedor. Con lo que, intimidad, lo que se dice intimidad para explosionar en plena adolescencia se podría decir que no es que tuviera escasa, es que fue inexistente. Voy a guardar el pañuelo para otras lágrimas que realmente merezcan la pena, porque a día de hoy y echado a la espalda lo sufrido entonces, tampoco debería considerar aquella situación como un verdadero problema. Atrás quedan mis traumas de no poder llevar a mis amigos a casa a estudiar o jugar sin que mi iaia no tuviera la mirada clavada en nosotros a cada instante, incomodando hasta al apuntador. No disponer de una habitación en la que encerrarme a escuchar música o a escribir en mi diario lo infeliz y desdichada que era en el plano sentimental etc... las cosas típicas que todo pre y adolescente vive y a las que sobrevive. La cosa es que, a los 16 empecé a salir con mi primer novio. Se declaró la noche del 31 de octubre al 1 de noviembre. Noche de difuntos, en Catalunya conocida como la Castanyada y que ahora nos emperramos en celebrar Halloween porque parece que mola más... las tradiciones y costumbres, gran tema del que ya he hablado en anteriores ocasiones.

De esto...

a esto otro...No hay color...
Nota: Foto encontrada al azar por la red, juro y perjuro no conocer a ninguno de los ahí presentes.

Pasaron los meses y llegó octubre, y empezamos a pensar qué haríamos para celebrar el primer año de relación, era un gran acontecimiento, ninguno de nuestros amigos había durado tanto, bueno pues he de decir que fuimos de entierro. Efectivamente, la iaia murió, juro que no tuve nada que ver, y el 1 de Noviembre la enterramos, bueno, literalmente lo hizo el trabajador del cementerio. La historia va cargada de más detalles, pero son demasiado turbios y lamentables que configuran la historia de mi familia lo cual considero innecesario tener que relatar aquí, bastante he revelado por hoy de mi intimidad, y una cosa es exponer y compartir una experiencia particular vivida y otra empezar a despojar a mi familia de sus trapos sucios dejándolos completamente en pelotas. Que serán como sean, pero son los míos y les quiero, con sus defectos e imperfecciones.

Para terminar, he de decir que mi padre también falleció hace ahora unos años. Y la fecha es, de nuevo, y un clásico ya en la rama por parte de mis antecedentes paternos, un día señalado, precisamente el 28 de diciembre, el día de los santos inocentes. Simpática anécdota, a pesar del componente trágico que supone la muerte de un padre, pero es que quien supiera de mi padre, era un hombre al que le gustaba mucho gastar bromas, no había año que no tramase alguna en concreto para ese día, y mirad por donde que parece que escogiera esa fecha para marcharse.

Visto lo visto, es de entender que me guste más bien poco celebrar acontecimientos que puedan marcar el transcurso de mi vida, no vaya a ser que, ahora me toque a mí...

jueves, 8 de octubre de 2009

Cracovia

Me como las uñas. Bueno, concretamente las muerdo, tengo una perfeccionadísima técnica de rasgar con los incisivos hasta seccionarlas y escupir la parte residual, sin llegar a ingerirla, lo que ratifica la puntualización del primer enunciado. Hago uso de esta práctica desde tiempos inmemorables, echo la vista atrás y no recuerdo no haberlo no hecho nunca. Cuesta pronunciar una frase con tanto no, pero creo que ese es el sentido correcto. ¿O debería decir: No recuerdo haberlo no hecho nunca, o no recuerdo no haberlo hecho nunca? Por Dios, que alguien me saque de dudas. Vamos, que llevo mordiéndome las uñas toda mi puñetera vida, y de eso, hace ya unos cuantos años. ¿Y a cuento de qué viene todo esto? Bueno, supongo que hay cosas insignificantes que nos acompañan a lo largo de la existencia en las cuales no reparamos y están ahí, pueden ser desde gestos, a vicios, pasando a comportamientos, muchos de ellos detestables por uno mismo. En mi caso, morderme las uñas es algo que, no por ello me condenarían, pero que me desagrada ser incapaz de poder evitarlo. Luego existen cosas mucho peores y que probablemente afecten a otros individuos y ahí entramos ya en cuestiones moralmente reprobables, pero que, por esa misma razón, cuestan más de admitir, por lo menos abiertamente.
Y en contrapartida, lo mismo sucede respecto a los demás. Esas minucias en nuestras parejas, amistades o conocidos que tanto nos repelen, pero que, la repetitiva acción de estas futilidades, pueden terminar por convertirse en una auténtica batalla que derive en acabar por matar moscas a cañonazos.