miércoles, 25 de agosto de 2010

Historias de trenes

En frente tenía a un par de mujeres que no hablaban, chillaban directamente para comunicarse, aunque bueno, lo de comunicarse es un eufemismo, porque dudaba mucho que ninguna de las dos escuchase a la otra y no por falta de volumen en su timbre de voz. Su concentración mental consistía en no filtrar esa estúpida conversación, o más propiamente dicho, sus cacareos. Así todo se reducía a un molesto, incesante y martilleante ruido de fondo, lo último que me faltaba era meter más mierda en su cabeza, prefería un estrepitoso murmullo a saber si la nuera de fulanita se había separado o si a la de la falda roja no le dieron hora hasta al cabo de tres meses para curarse el juanete...

En ocasiones, le entraban ganas de matar.

Dos críos campaban a sus anchas a lo largo del vagón, bajo la total y absoluta falta de atención de la mujer que supuestamente estaba a su cargo. Saltaban de asiento en asiento, chillaban, se pegaban... y sólo de vez en cuando, cuando a la señora se le hinchaban los ovarios, les soltaba un bocinazo, agarraba al más pequeño del brazo, con la suficiente energía como para dejarle sus dedos marcados y lo sentaba de malas maneras en el asiento, su máxima era amenazarlos con que el revisor les iba a echar del tren, ¡claro que sí, poniendo a la práctica uno de los pilares claves de la educación! delegar toda autoridad a cualquier otra eminencia, sea el médico, el profesor, o como en este caso, un revisor.

Y es que en ocasiones le entraban ganas de matar.

Entraron en un túnel y miró hacia el exterior, en el cristal de la ventana vió su cara reflejada. Esa cara que durante todos estos años veía al despertar, no siempre al acostar, y pocas veces más a lo largo de la jornada... Y aunque un tanto envejecida, sobrellevando sus "marcas de expresión" conocidas toda la vida como arrugas y sus incipientes canas, al final siempre se reconoce. Sólo que, es ya con demasiada frecuencia que, cuando se mira a los ojos observa esa mirada apagada y triste, sin brillo, sin ilusión. Pensaba. ¿Y qué me importa que seamos tan ruidosos? Ponte los auriculares y ensordece el griterío con buena música... ¿Y porqué no decirle a esa mujer que si le vuelves a ver agarrando con tanta fuerza del brazo de un indefenso niño no sólo le vas a llamar la atención y dejarla en evidencia, si no que vas a denunciarla por abuso y maltrato de un menor, y que más le valdría entretenerlos jugando, hablando con ellos, leyendo un cuento o con cualquier otra actividad, que existen infinidad de ellas con las que distraerse durante un viaje en tren?

Y entonces pensó, ¿Para que matar, si mejor sería morir?

Bajó en la siguiente estación. Se sentó en un banco en el andén y al oir anunciado el próximo tren sin parada, se levantó, se acercó a la vía y cuando le vió llegar, se precipitó ante este.