Se presenta. Acto seguido el conserje Chuck Norris y licencia para portar porra pero no arma de fuego, consulta una lista de la que tacha su nombre y confirma la hora en la que tiene cita concertada. Le indica que tome asiento, si hubiera alguno disponible lo haría, y espere a que le llamen.
No lleva ni medio minuto en espera que el chaval recibe una llamada y al momento anuncia que aquellos que tienen hora para y media pueden subir al tercer piso. Esto es como una carrera de fondo, una escalada hacia la cima, un pequeño paso para el hombre, un gran paso para la humanidad...
Se queda observado el perfil del boquiabierto muchacho, que no aparta la mirada de su lectura, aunque más bien parece echar un superficial vistazo a las fotos únicamente, y detecta como desprende un aire de estupidez sólo por esos pocos milimetros que provocan que sus labios permanezcan costantemente separados. Lo hace desde un asiento que, automáticamente ha quedado libre al provocar una estampida la llamada del grupo de las 10:30.
Tiene hora para menos cuarto, pero sabe de antemano que en estos sitios no importa la hora que tengas, siempre serás atendido una hora más tarde, como mínimo, y tendrás que regresar otro día porque espetarán que te falta algún documento imprescindible para la gestión que has ido a realizar...
Intenta distraerse con su propia lectura. Ha escogido un libro de relatos cortos, amenos y distendidos, lo suficientemente ligeros para poder mantener la concentración necesaria en una sala que sabe de sobras el bullicio está asegurado. Un murmullo ciertamente insoportable que le ocasiona dolor de cabeza después de asistir a este tipo de lugar. Y que termina por cerrar, de todas formas, el libro que lleve consigo, por más que de viñetas se tratara. Así pues, se limita a suspirar, un gemido largo y sufrido, desde el que expulsa una gran cantidad de aire comprimido en su estómago, y se conforma con observar.
Baja otro agente de seguridad titulado, preparado y cualificado para la repartición de números de turno con la nada despreciable y escasamente valorada capacidad y habilidad del uso del bolígrafo para el pertinente tachado de nombre en el listado de citas previas. Es bastante más viejo que el de cara de imbécil, probablemente sea este el último empleo que desempeñe antes de su jubilación. Al hombre se le intuye, sin necesidad de contar con demasiada suspicacia, el peso de los años, sobretodo la amargura que arrastra por haber ejercido durante años trabajos direccionalmente opuestos a su interés. También destila, por otra parte, ese aire prepotente que encarnan quienes disponen de un puesto inapreciablemente superior al de sus compañeros pero con la pizca de poder necesario, que no estima en absoluto de transparentar a su interlocutor, para rifar un trato de favor en función de si le gustas o no. Ahí un ejemplo: Recién llegada una mujer con rasgos de inmigrante, no especialemente agraciada fisícamente, se planta frente al mostrador y con mirada perdida intenta encontrar una respuesta, una palabra que le ayude a saber a dónde dirigirse, alguien que atienda sus demandas, para esta, en forma de súplica. Se cruza en su mirada la del guarda de seguridad más mayor, la de este, falta de toda caridad, le espeta con la misma dureza unas breves palabras acompañadas de un gesto que indica dirección, con levantamiento de cejas, hacia su joven y bobalicón compañero: “él, él la atenderá.” Y automáticamente deja de mirarla, como si desapareciera frente a él. Como si dejase de existir en el preciso momento en que se la ha quitado de encima con semejante menosprecio. A continuación, llega una joven morena, de exhuberantes curvas que taconea desde la entrada, recorriendo el largo pasillo hasta el mostrador, gracias a unos tacones de 20 centímetros por lo menos, inevitablemente (o conscientemente) se hace notar. La chica marca todo menos las distancias. Es cercana, sonriente, con paso firme y seguro se dirige a su objetivo. El viejo baboso, como era de esperar, le indica rápida y amablemente, sin dejar de desnudarla con sus ojos lascivos, todo lo que tiene que hacer, poco le falta para arrancar al chico con progmatismo de su puesto y colocarse él.
Y así, con el único entretenimiento posible en un lugar tan árido e inclemente como aquel, pasa las horas hasta que finalmente es atendido. Después de desperdiciar dos horas de su tiempo, regresa a casa con la desazón de tener que presentarse la semana próxima con la documentación que le falta.
